lunes, 19 de diciembre de 2011

Una carta.

Richard Feynman recogiendo su Premio Nobel de manos del rey Gustavo VI de Suecia

Puede que hoy en día el escribir una carta resulte anacrónico. La inmediatez de internet hace que incluso el email sea considerado lento.
Pero el hecho de sentarse a escribir unas líneas que luego han de ser enviadas, imprime un poso de reflexión a lo que se escribe que parece, desgraciadamente, perdido.

He leído algunos libros de selecciones de las correspondencias de gente que me interesaba: creo que el primero fue el de las cartas de Groucho Marx. También el de Tolkien, del que me llamó la atención su ortodoxia religiosa.
Ahora voy leyendo las de Richard Feynman. Conocí la existencia de esta persona hace ya muchos años, cuando un amigo estudiaba Físicas me advirtió de su existencia. Como no soy experto en la materia leí los libros autobiográficos que se editaron y que ahora se reimprimen: "¿Está usted de broma, sr. Feynman?" y "¿Qué te importa lo que piensen los demás?".

El libro con la selección de su correspondencia se titula "Ojalá lo supiera" y quería transcribir la que envió a un científico, antiguo alumno suyo, en la época en que a Feynman le concedieron el Premio Nobel.

Dice así (la negrita es mía):
"Querido Koichi:
Me alegró mucho recibir noticias suyas, y que usted tenga ese puesto en los Laboratorios de Investigación.

Por desgracia su carta me preocupa pues parece que usted está realmente triste. Parece que la influencia de su profesor ha consistido en darle una falsa idea de cuáles son los problemas que valen la pena. Los problemas que valen la pena son los que uno puede realmente resolver o ayudar a resolver, aquellos en los que uno puede aportar algo. Un problema es grande en ciencia si se presenta ante nosotros irresuelto y vemos alguna manera de avanzar en él. Le aconsejaría tomar problemas aún más simples o, como usted dice, más humildes hasta que encuentre uno que realmente pueda resolver fácilmente, por trivial que sea. Obtendrá el placer del éxito, y de ayudar a su prójimo, incluso si sólo se trata de responder a una pregunta en la mente de un colega menos capaz que usted. No debe privarse de estos placeres porque usted tenga una idea errónea de lo que vale la pena.

Usted me conoció en la cima de mi carrera, cuando según usted yo estaba interesado en problemas próximos a los dioses. Pero al mismo tiempo tenía otro alumno de doctorado (Albert Hibbs) cuya tesis trataba de cómo pueden los vientos formar ondas cuando soplan sobre el agua en la superficie del mar. Le acepté como alumno porque vino a mí con el problema que quería resolver. Con usted cometí un error. Le di el problema en lugar de dejar que usted encontrase el suyo; y le dejé con una idea equivocada de lo que es interesante o agradable o importante para trabajar (a saber: los problemas en los que usted ve que puede hacer algo). Lo siento, perdóneme. Espero que esta carta ayude a corregirlo un poco.

He trabajado en innumerables problemas que usted calificaría de humildes, pero con los que disfruté y me sentí muy bien porque a veces podía obtener un éxito parcial. Por ejemplo, experimentos sobre los coeficientes de fricción en superficies altamente pulidas para tratar de aprender algo sobre cómo funcionaba la fricción (fracaso). O cómo dependen las propiedades elásticas de los cristales de las fuerzas entre sus átomos, o cómo hacer que el metal galvanizado se adhiera a objetos de plástico (como los botones de una radio). O cómo se difunden los neutrones en el uranio. O la reflexión de ondas electromagnéticas en las láminas que recubren el vidrio. El desarrollo de ondas de choque en explosiones. El diseño de un contador de neutrones. Por qué algunos elementos capturan electrones de órbitas L pero no de órbitas K. La teoría general de cómo doblar papel para hacer una especie de juguetes infantiles (llamados flexágonos). Los niveles de energía en los núcleos ligeros. La teoría de la turbulencia (le he dedicado varios años sin éxito). Más todos los problemas «mayores» de la teoría cuántica.

Ningún problema es demasiado pequeño o demasiado trivial si realmente podemos hacer algo con él.
Dice usted que es un hombre anónimo. No lo es ni para su mujer ni para su hijo. Tampoco lo será para sus colegas inmediatos si puede responder a sus sencillas preguntas cuando entren en su despacho. Usted no es anónimo para mí. No permanezca anónimo para usted mismo, es una manera demasiado triste de ser. Conozca su lugar en el mundo y valórese justamente, no en términos de los ingenuos ideales de su juventud, no en términos de lo que usted imaginó erróneamente que son los ideales de su profesor.

Mucha suerte y felicidad.
Afectuosamente,
Richard P. Feynman"